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El suave y dulce oro negro.


En general no soy una persona asquienta. Aunque con la edad cada vez más cosas me dan asco, me solazo con la idea de tener varios billones de bichos microscópicos caminando por mis manos y entrando en mi organismo libremente. Juego con tierra y odio lavarme las manos después, y les voy a contar que esto no me hace enfermarme, de hecho no me enfermo casi nunca. Sin embargo hay algo con lo que no puedo lidiar: la basura me vence, el asco me supera. En mi casa siempre he conseguido que otros se hagan cargo de sacar la bolsa llena de basura de la cocina; y las veces que me ha tocado hacerlo sólo han servido para refundar mi repulsión, me quedo sintiendo ese olor en mi nariz por horas. En inglés se usa la palabra “dirt" para decir “suciedad" pero también para decir “tierra”. Y aquí lo lindo: el compost me fascina. No huele mal, no parece venir de donde viene, no parece basura. Puedo hacer compost fácilmente, revolver cada semana, tocarlo para ver si le falta agua o para sentir la temperatura o trabajar con lombrices, y todo esto sólo me da placer. Finalmente sé que me espera una recompensa: ayer tuve que llenar un macetero pequeño con el concho de compost de un cajón; estaba apenas húmedo, sedoso, homogéneo, granulado fino, escurría entre mis dedos como si fuera un espeso líquido negro. Mi hija menor, que me acompañaba y que ha visto el proceso desde que nació, lo comentó: "Y pensar que era basura”. Además, saber lo que no puede verse, entusiasma aún más: los millones de microorganismos que viven en el compost y que enriquecen el suelo y mis plantas; la promesa de lechugas gordas y sabrosas, de tomates sanos y aromáticos en el verano, ¡la promesa de las flores! Todo esto me hace amar el compost y estar siempre agradecida por el día en que quise hacer algo con las manos y elegí la tierra.

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